Tengo un amigo al que la vida no le fue bien en un largo periodo. Muy largo. Lo conocí cuando su tormenta perfecta rugía como el monstruo más espeluznante que vuestra imaginación sea capaz de concebir. En esos tiempos solo era para mí un conocido por lo que la compasión que sentía era proporcional. La relación avanzó con el tiempo y con ella mi profunda admiración por él. Supongo que conforme vas conociendo de manera íntima a las personas y vas descubriendo esos detalles que nos hacen diferentes siendo, en el fondo, iguales ponderas mejor. Con más profundidad. Para mí se convirtió, en su normalidad de persona, en un ser mágico. Contra peor, más amplia era su sonrisa. Mejor su ánimo. Yo no concebía —aún no lo hago—, cómo era capaz de sobrellevar la cantidad de cosas que le sucedieron a la vez. Pero es que más allá de mi sincera admiración, encima me caía —me cae— de puta madre. Es de esa gente con la que conectas.
Siguieron pasando los años y su situación mejoró. Ahora solo le llueve de vez en cuando, como a todos. Nunca nos sentamos a hablar de lo que le ocurría. No hacía falta. Entre los sentimientos que despertaba en mí nunca estuvo la lástima. Una noche hicimos lo que muchas noches hacíamos, bebimos (bastante) y la conversación en lugar de en risas y ocurrencias desembocó en algo más serio. Recuerdo que entonces le pregunté.
—Dime algo.
—¿Qué?
—¿Cómo fuiste capaz? ¿Cómo conseguiste cargar con todo ese peso sin derrumbarte?
Lo que me contó no se me olvidará en la vida. Me relató que cuando le dieron la peor de las noticias que a un ser humano le pueden dar, recibió una llamada dándole la segunda peor noticia que a un ser humano le pueden dar. Entonces corrió al hospital y se quedó en la puerta, le pidió a un ser querido que fuera subiendo que él iría después. Ya solo, se fue a un parque con un paquete de tabaco y se lo fumó entero luchando con una idea en la cabeza. Se iría, abandonaría, cogería un tren sin decir nada a nadie y se marcharía a un lugar desconocido huyendo de todo y de todos. Era insoportable—me seguía contando—, pensaba que hubiera podido con una de las batallas, pero las dos al mismo tiempo era simplemente, demasiado. Tras el paquete de tabaco tomó una decisión. Se quedaría. Y lo haría lo mejor que pudiera. Ahí se puso su límite. Tomó una decisión y, con ella, olvidó la tentación de abandonar. Jamás volvió a planteárselo. Lo hizo bien. Soy testigo.
Con la penúltima copa y las palabras escurriéndose en nuestra boca acerté a preguntarle la última.
—¿Te puedo preguntar algo?
—¿Qué?
—¿Qué es lo más importante que has aprendido de todo lo que te ha pasado?
Lo que me contestó lo he leído después varias veces. Pero esa vez, fue la primera para mí. No sé si antes lo había escuchado y había pasado desapercibido, o no significaba nada en mi cabeza. Pero escucharlo de una persona a la que yo definiría, en su humildad, como un héroe, caló en mí hasta donde nacen las lágrimas que no puedes reprimir. Lo que me contestó fue:
Yo no sabía que ya éramos felices y no nos dábamos cuenta.
Me cago en la leche.
- : Jaén
- : Jaén
- : 53
- : Ingeniero